domingo, 1 de marzo de 2015

Civilizados



A veces me pregunto qué hemos aprendido los seres en los cientos de miles de años que llevamos en este planeta, y si se me apura, ¿qué sabemos? y de qué nos sirve lo que al parecer

nos ha traído hasta este supuesto mundo civilizado. Cuál es nuestro papel después de millones de años de evolución. Pero hacía dónde nos lleva, hacia qué abismo nos encamina. O en qué equilibrio sin esperanza nos mantenemos. Hasta cuándo podemos sostener el avanzar a costa de todo el dolor que aplica lo que siempre es injusto. ¿Qué nos inclina a no entender?. A imponernos sin sentido ni respeto. Todo es para quien más fuerza despliega.
 Y los ofendidos. Y los piramidales. Nuestro Mundo y nuestra civilización se desmoronan por cualquiera de los lados que lo mires. Las aristas se redondean por la erosión. Los muros se resquebrajan y los cuchillos se mellan. Pero seguimos matando y muriendo, y muriendo y matando. ¿De qué nos sirve curar si previamente matamos?. Y  éste vivir en una mentira permanente, en un engaño colectivo, en un sueño que en principio es de derrota y desolación. ¿Por qué lo queremos  todo, sabiendo que no hay más? Y si lo hay es solamente para unos pocos. Acudimos a las lágrimas cuando antes proporcionamos los pañuelos del destierro. Y los vendimos a precio de ocasión porque eran muchos. Talamos los bosques para hacer ataúdes y en el desierto que quedó plantamos torres para extraer  petróleo. Y sólo estos millones de kilómetros cuadrados repartidos ya sabéis a que tantos por ciento. Para estos siete mil millones y al alza. A la baja en todo caso. ¿Dónde estaba el medio pan? Repartido no. Guardado para que se seque. ¿Y nuestro mañana? ¿Vuestro mañana? ¿Lo habrá? ¿Lo tendremos? ¿Lo tendrán?  Solos y llenos de cicatrices, cada día más enemigos y encontrados. Y el ojo vigilante, eso cree, de eso tiene la certeza. Se equivoca. Los ojos miran sin ver y dejan de ser ojos. Cristales muertos sin vida. Poderosos talismanes sin efecto. Los  amuletos siempre dan la suerte por la misma cara y esa está en poder de los de siempre y a su lado. El fuego no sabe de barreras ni de lados. Sólo del murmullo de los inocentes a los que quema sin consideración, pero cuando el incendio empieza es difícil de apagar sin que arrase todo aquello que se encuentra al paso.
 A los oídos necios. A los gritos sordos. A la evidente congoja. Y a la confianza ciega. Por el engaño manifiestamente culpable. A la penitencia de los que cierran los ojos. No al escarmiento, ni a la prudente compensación, o la compasión de los escamados. Sí al error repetido, a la formulación precipitada en la pendiente, en la intención de perpetrarse ante la caída inminente. Por un pedazo de nada.  Todo esto es lo que aprendimos. 

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